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Capítulo 3

—¿Cómo es posible que se hayan desaparecido quinientas cabezas de ganado, así como así? —me dice el comandante tono de voz irascible y frunciendo el ceño.
—No sé mi Comando, pero esté seguro que recuperaremos el doble para la patrona.
—Eso me importa un culo —interviene de forma brusca golpeando la mesa y encendiendo un cigarrillo—, lo que me preocupa es que esos hijueputas estén haciendo y deshaciendo otra vez por aquí —aspira su cigarrillo y sin botar el humo continúa—, yo pensé que ya los habíamos erradicado —suelta una bocanada de humo por la boca y la nariz como un toro embravecido, se pone de pie con las manos en la cintura y da vueltas en círculo a su escritorio—, ¿con qué le voy a salir a la comandancia general?, ¿dígame usted, hermano, con qué le voy a salir? —me increpa ahora preocupado.
—Mi Comando, tranquilo que eso lo solucionamos con esta operación —indico bebiendo un trago de wiski— con lo que vamos a hacer no les van a quedar ganas de aparecerse de nuevo por aquí.
—Eso espero —me dice ahora reclinándose en su silla—. ¿Ya llegaron los hombres de los otros bloques?
—Falta el del sur, mi Comando —respondo apurando el contenido de wiski restante de mi vaso.
—Vaya y dé las órdenes usted que no me siento de buen humor.
—Como ordene, mi Comando —le digo, entretanto me pongo de pie y salgo del cuarto, adaptado como estudio en la finca El Avión.
En carne propia yo ya había vivido una experiencia similar cuando era propietario apenas de unas setecientas cabezas de res. La guerrilla no sólo se me llevó las cabezas, sino que también se adueñó de mis predios y secuestró a uno de mis hijos. El estado no hacía nada, las fuerzas militares nunca iban por allá y nosotros éramos los que pagábamos los platos rotos. Hasta que me llegaron en una bolsa los dedos de la mano de mi hijo y no soporté más y le dije a un amigo que conocía a algunos miembros de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá que me los presentara, que necesitaba de su ayuda. No alcancé a hablar con ellos cuando me notificaron que no me preocupara más ya que mi hijo había sido dado de baja. No lo pensé ni un sólo instante y me incorporé a las Autodefensas, primero como urbano y luego como contraguerrilla.
No quiero decir que las cosas hayan mejorado desde aquel entonces, sólo que al menos sí tenemos en nuestras manos el poder para hacer justicia, así el mundo tiene más sentido, porque con lo que respecta al estado y a Dios, todo lo dejan al azar y por lo tanto nunca habrá justicia.
Camino por el elegante hall que comunica los cuartos traseros de la finca con los mil doscientos metros de parqueadero privado de la misma a fin de encontrar, entre tanto hombre uniformado, a los comandantes. Diviso a dos de ellos y les llamo con un gesto de mano. Se acercan y hacen el saludo militar, aunque los dos sean amigos de hace años.
—¿Qué hace mano? —pregunto a uno de ellos, quizás el hombre más fiero que he conocido para el combate armado.
—Con un calor el hijueputa —señala mientras limpia el sudor de su frente con la manga de su guerrera—, ¿para qué somos buenos? —pregunta mientras el otro comandante bebe una limonada de un vaso plástico.
—Mano, tenemos un problema el toche, el año pasado esos guerrilleros de esta zona se robaron un ganado de una de las patronas y otra vez están haciendo ochas y panochas por acá, la comandancia general quiere que acabemos con ese problemita de una vez.
—¿Pero no damos mucha boleta siendo tantos en una misma zona? —pregunta el comandante con el vaso de limonada en sus manos.
—Eso ya está arreglado con el ejército y con la policía —les respondo—, hasta nos prestarán un helicóptero artillado y mandarán el fantasma.
—¿Y pa dónde es que vamos? —pregunta el comandante bravío.
—Un pueblito aquí cerca, a pegarles un sustico, mano —los dos se ríen entretanto ordeno vayan a formar a sus hombres para que me den parte.
Hay más de cuatrocientos cincuenta paramilitares frente a mí, todos muy bien armados. Recibo el parte de sus comandantes bajo el sol inclemente de las ocho treinta. Enviamos a los uniformados a recibir un desayuno y algunas viandas para el recorrido y me reúno con los comandantes en la oficina para dar las órdenes y objetivos de la operación.
—A ver, maricas —exclamo—, ¿de dónde creen que sale la plata para pagar todas las putas y todo el trago que ustedes se jartan? —sin que nadie diga nada y sin yo esperarlo prosigo—, exacto, de todos los patriotas honestos y trabajadores que han tenido que sufrir la persecución de esos hijueputas guerrilleros. Ellos son los que mantienen a nuestra organización, ellos son los que invierten su dinero en la reestructuración de nuestro país, ellos se mamaron como nosotros de ser víctimas de esos comunistas de mierda y a uno de ellos le robaron quinientas cabezas de ganado a finales del año pasado y no podemos dejar que sigan haciendo de las suyas en frente de nuestras narices —bebo un vaso de limonada que tengo sobre el escritorio—, por eso vamos a ese pueblo que está infestado de plaga, recuperamos el ganado, desterramos a esos hijueputas de la zona metiéndoles un susto, no vayan a confiarse ustedes de los ancianos o de las mujeres o de los niños, todos esos malparidos son guerrilleros o son informantes, hasta la moza del comandante de esta zona vive allá, pero esa me la dejan a mí a ver si le quedan ganas de seguir dándoselo a algún malparido guerrillero —ahora enciendo un cigarrillo y con un tono más mesurado prosigo—. Esta operación es vital para nuestra organización porque ustedes ya conocen la importancia de este corredor geográfico para nuestros fines y saben que desde hace cincuenta años los guerrilleros, ya sean de uno o del otro bando, se han apoderado de él, por lo tanto, no quiero misericordia con nadie, no quiero que nadie se vaya a poner de cristiano con esas ratas, porque vamos a exterminarlas. Tú —señalo al comandante del bloque sur que aún tiene en sus manos el vaso de plástico, ahora vacío—, entrarás con tus hombres por la carretera norte del pueblo; tú —señalo a otro— entrarás con tus hombres por el costado occidental y tú —señalo al comandante del bloque norte quien conoce la zona a la perfección—, entrarás por la carretera principal. Todas las vías de acceso estarán taponadas, en el momento exacto, que serán las nueve doble cero horas de pasado mañana, el ejército, la armada nacional y la policía, montarán retenes para que nadie pueda entrar o salir de la zona —aspiro la última bocanada de mi cigarrillo y arrojo la colilla al suelo— repito, no quiero misericordia con esos hijueputas, ese es un pueblo guerrillero y es considerado por la comandancia general como objetivo militar.
Observo a cada uno de los hombres salir de la oficina sin musitar palabra, sin preguntar nada. Una leve brizna entra por la puerta entornada y me refresca la cara, me quito el sombrero mexicano y dejo que el viento refresque también mi cabeza. Agarro mi ametralladora, el sombrero y me encamino hasta la oficina del comandante general para dar parte de los bloques y de la salida.
—Usted va con el bloque sur —indica aspirando un cigarrillo y reclinado en su silla de cuero color caoba.
—Como ordene, mi Comando.
Camino de nuevo por el lujoso hall hasta encontrar a todos los hombres ya caminando con dirección al objetivo indicado. Alcanzo al bloque y lo encabezo, cruzo un par de palabras con algunos de los uniformados que en ocasiones anteriores estuvieron bajo mi mando.
El sol es devastador. Si alguien no soporta una temperatura de 37 grados a la sombra, jamás podría decir que ama a su nación. Nosotros soportaríamos cualquier cosa por el orden de este país. Nos dividimos cuando la carretera principal lo permite. Nos despedimos de los conocidos prometiendo vernos en el pueblo dentro de dos días, para celebrar el éxito del operativo. Atravesamos la primera cuesta arriba y al voltear a mirar sólo un fragmento de montaña enseña sus colinas verdosas.
—¿Cómo ves las cosas en la comandancia general? —me pregunta el comandante del bloque mientras caminamos a ritmo continuo.
—No están nada bien, mano —respondo mientras le recibo un cigarrillo que saca de un paquete guardado en su sobaquera—, por ahí dicen que muchos de los duros están mande que mande coca a Estados Unidos y ya los tienen fichados.
—Lo que están haciendo es billete —indica el comandante, sarcástico.
—Claro mano, pero eso es para problemas porque está dividiendo a la organización porque algunos no quieren que se metan con el narcotráfico, además los problemas con la extradición son una vaina bien jodida.
—Pero es lo mismo que hace la guerrilla —dice el comandante mirándome de lleno y deteniendo un poco el paso para darle trascendencia a su comentario—, esos hijueputas llevan cuarenta años sembrando coca y mandándola para el otro lado del charco y nadie les ha dicho nada, a diferencia han tenido más billete para darle duro a este país.
—Pues sí mano, pero nosotros no podemos caer en el mismo juego de ellos, el nuestro debe ser más inteligente.
—¿Cómo va esa escuela de formación política? —me pregunta retomando el ritmo de su paso.
—Ese es un gran proyecto —respondo— además ya tenemos a seis títeres en el congreso y a tres en el senado.
—Y dentro de poco presidente —interviene el comandante riéndose.
Nos quedamos en silencio, quizás él pensando en todas las mujeres que ha dejado en los pueblos en los que incursiona y yo en los problemas de la organización. Alcanzamos el río, antes de cruzarlo damos tiempo a los hombres para que se refresquen, los únicos que no pueden mojarse la cara son los encapuchados. Nosotros hacemos lo propio, bebemos agua y llenamos de nuevo las cantimploras.
Un tractor se acerca lentamente. El comandante del bloque y yo ordenamos a tres hombres detener al tractor. Con presteza los hombres acatan la orden. Observamos cómo desciende un sólo hombre de la cabina de conducción de la máquina. Nos acercamos y revisamos las marcas que tiene en sus hombros por la carga de equipos de campaña, también tiene callos en las manos, producidos por la manipulación de los fusiles. Lo interrogamos y no colabora, así que es golpeado y luego degollado. El cuerpo lo dejamos a orillas del río.
Proseguimos el camino. El sol no mengua su hostilidad, pero nosotros no podemos detenernos. Arribamos a un pequeño caserío de unas quince casas dispuestas diagonalmente las unas de las otras. Damos la orden para realizar la pesquisa, pero no hallamos a nadie. Sólo encontramos algunos trozos de queso y de yuca cocinada, las cuales intentamos dividir en porciones iguales para todos. Bebemos agua y fumamos un cigarrillo mientras otros hombres inspeccionan los alrededores intentando ubicar guerrilleros. Al cabo de media hora vuelven los hombres informando que sólo descubrieron un pequeño cementerio en el que todas sus fosas estaban abiertas, dejando ver los huesos resquebrajados de los exhumados. El comandante del bloque afirma que los guerrilleros usan prácticas satanistas para protegerse en la guerra, yo afirmo que algunos de los nuestros hacen lo mismo por miedo a la muerte.
Retomamos la vía y el sol ha menguado. Cientos de gallinazos ondean y serpentean por el aire como si hubiesen encontrado otras fosas destapadas pero esta vez con seres recién muertos, o quizás es tan sabia la naturaleza que las aves se preparan para su próximo festín. Una oleada de viento fresco inunda nuestros rostros y hace retozar a las hojas de los árboles que se mueven de aquí para allá con candencia. Alcanzamos un puente de madera mal afectado, pero que es necesario cruzar por los cincuenta o sesenta metros de distancia que lo separa de las rocas húmedas del río allá abajo. Revisamos primero la presencia de dinamita o pipas de gas que nos haga volar en pedazos apenas estemos cruzando el puente, cuando cercioramos que la estructura del puente está limpia la cruzamos. Al otro extremo nos recibe una manigua espesa y colorida que se agita con los vientos circundantes del vacío.
Hallamos el sendero que se bifurca por la manigua y lo atravesamos. En su tramo final, una sola casa de bahareque se levanta. Dos de nuestros hombres se acercan a dicha casa y de vuelta traen consigo, arrastrando a un señor mayor y a un muchacho que al parecer es su hijo.
—Identifíquense —les dice el Comandante del bloque.
—Soy Pablo Urueña y este muchacho es mi hijo —responde el anciano con tono débil de voz.
—¿Y qué hacen por aquí? —pregunta el comandante.
—Vivimo aquí comandante —responde de nuevo el anciano—, toda la vida he vivio po aquí, aquí nació mi mae y aquí murió mi muje hace unos tres años, esto es todo lo que tenemo.
—¿Son guerrilleros? —inquiere el comandante acercándose al joven y revisándole las manos.
—No mi comandante, no somos capace de mata ni a una mosca —dice el anciano de nuevo.
—¿Y estas marcas? —pregunta el comandante ahora al muchacho mientras le indica unas marcas que tiene en las palmas de sus manos.
—Son de trabajo patrón —responde el joven—, por el azadón y el machete, esta manigua es muy espesa y todo se lo come.
—¿Y ustedes creen que yo soy guevón o qué? —grita el comandante enfurecido—. ¿Me creen marica o qué? —vuelve a exclamar.
—No mi comandante —interviene el anciano levantando bien su rostro dejando ver sus ojos vidriosos— nosotros si sabemo que po aquí hay guerrillos y paracos y too eso, pero nosotros nai.
—Pero estas marcas de las manos de este muchacho no son de azadón ni de machete, son de fusil —enjuicia de forma violenta el comandante al anciano entretanto golpea en el rostro al muchacho que cae al suelo y escupe un salivazo de sangre.
—Venga, mi Comando —me llama el comandante— ¿estas marcas no le parecen de fusil?
—Me parece que sí —reviso sus manos y las marcas que tiene en sus hombros—. Di la verdad, muchacho, ¿eres guerrillero? —le cuestiono. No responde y baja su mirada.
—No me lo vayan a matai que él y estas tierra son todo lo que tengo —suplica el anciano.
—¿Eres guerrillero o no hijueputa? —le insulta el comandante y le clava una patada en el abdomen—, di de una vez que no estamos para perder el tiempo —el joven no dice nada, sólo se queja.
—Mátelo —ordena el comandante.
—Por Diosito lindo no me lo vayan a matai que es tan sólo un niño —suplica de nuevo el anciano— no me pueden deja solo en esta tierra, ya murió mi muje y no me quiero queda solo en esta tierra.
—Entonces mátenlos a los dos —ordena el comandante.
Nos retiramos unos diez metros y mientras encendemos un par de cigarrillos, vemos como los degüellan, uno cae al lado del otro, generando un mismo charco de sangre oscura.
Remontamos otra montaña y el sol disminuye su fuerza abrazadora. Un color violáceo se apodera del horizonte. Bebemos y descansamos a orillas de un riachuelo caudaloso, allí comemos algo de las viandas suministradas por la comandancia general y proseguimos el camino.
—Comando, ¿le tiene miedo a la muerte? —me pregunta el comandante del bloque mientras caminamos.
—A la mía no, le tengo miedo a la muerte de las personas a las que amo, creo que es un acto de cobardía.
—Y cuándo está en el monte dando plomo, ¿en qué piensa? —vuelve a preguntar.
—Pienso en las personas a las que amo —le ofrezco uno de mis cigarrillos el cual acepta.
—¿Qué siente cuando mata?
—Que estoy cumpliendo con un deber como patriota que soy, no puedo sentarme y ver como este país se cae a pedazos a manos de una manada de malparidos —ahora soy yo quien pregunta—, y usted ¿le tiene miedo a la muerte comandante?
—Claro – me responde cortante.
—Y cuándo está en combate ¿qué siente?
—Nervios, en ocasiones miedo, adrenalina —se queda callado un segundo y aspira su cigarrillo para rematar y sonreír enseñándome el cigarrillo— pero de algo nos tenemos que morir, ¿no mi comando?
Ubicamos un cerro cercano en el cual podremos pasar la noche. De camino a él, hallamos una casa cubierta con hojas de plátano, como si quisieran ocultarla de los ojos avizores que recorren el camino, razón por la cual nos resulta bastante sospechosa, así que enviamos a cinco de nuestros mejores hombres para que la revisen. Esperamos afuera, en un pequeño camino empedrado, sentados los dos en un par de rocas de mayor tamaño. A los cinco minutos salen por la puerta de la casa tres hombres con las manos en el cuello, detrás de ellos vienen los nuestros apuntándoles. Al dejarlos en frente, nuestros hombres les golpean en la espalda haciéndoles doblegar y quedar de rodillas delante de nosotros. Uno de los hombres que incursionó la casa se dirige a mí:
—Mi Comandante, esa casa está llena de pipas de gas y armas, esos hijueputas son más guerrilleros que cualquiera.
—Gracias mano, vayan y saquen todo, que con eso mismo les vamos a dar.
Miro a los tres hombres. Todos con las cabezas gachas. Se les nota el miedo. Quizás ya saben qué es lo que les pasa a los guerrillos cuando los cogemos.
—¿Qué hacemos con estos hijueputas? —me pregunta el comandante.
—Pues quebrarlos —le respondo.
—Pero sólo ripiarlos a plomo no aguanta —sugiere.
—Que los piquen entonces —enciendo otro cigarrillo frente a la presencia inmutable de los tres guerrilleros—, pero antes háganlos cantar.
El comandante llama a otros tres de sus hombres y les da las indicaciones. Nos alejamos unos cinco metros. La noche se apodera de la carretera, por lo que se deben apresurar las actividades. El comandante grita, pidiendo agilidad a sus hombres para poder retomar el camino. En cuestión de quince minutos estamos ascendiendo la montaña.
Inclinada en la falda de la montaña, hallamos una casa de bahareque, tiznada y adornada con colgajos demoniacos que se mueven con el paso del viento. Un leve escalofrío me recorre la espalda cuando observo con detenimiento que aquellos colgajos son collares con dientes de niños y cabezas putrefactas de zorro chuchas y guartinajas. Enviamos a dos de nuestros hombres para que inspeccionen la casa. Al salir los hombres traen consigo dos jaulas, en cada una de ellas un gato negro al que le han quitado los ojos. También traen algunos frascos de cristal con fetos de animales y de humanos. No encuentran a nadie adentro. Al dar unos pasos hacia atrás, mi pie derecho se incrusta en un pequeño banco de tierra negra, tierra más negra que la de la manigua, tierra de cementerio. Observamos anonadados las cintillas que encuentran los hombres, con imágenes de Satanás y estrellas de cinco puntas. Ordeno a otros hombres que dejen todo lo que encontraron allá adentro y que le metan candela a esa casa del demonio.
En la cima ordeno a otros jóvenes del grupo que enciendan un fuego. Ordeno a otros que cuelguen las esteras, a otros que pelen y preparen las gallinas que sacamos de la casa de los guerrilleros y a otros que preparen un agua de panela. La brisa fresca de la noche me llena de tranquilidad. Me estiro sobre la estera donde recibo un poco de agua de panela y un trozo de gallina. Observo las brasas que se desprenden de la fogata y las sigo con la mirada hasta que desaparecen en medio de la oscuridad de la noche. Al terminar de comer dejo el pocillo de metal sobre mi pecho y cierro los ojos. El exceso de sol me produce demasiado cansancio. Escucho ahora a las luciérnagas regurgitar a la noche, acompañado por el jadeo de las copas de los árboles que se estremecen con el paso del viento. Es una bella noche. Es una hermosa noche para morir.

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Capítulo 2

El comandante nos ha ordenado, a sus ciento cincuenta hombres del bloque, estar a las ocho doble cero, en la finca El Avión. Hace algunos días que no cae una sola gota de lluvia sobre estos terrenos, que ya empiezan a parecer desérticos. También escasea la emoción. Cuando estás en los pueblos de civil es poco lo que puedes hacer, así que debes esperar la orden de los comandantes para que pase algo interesante, algo que te arranque de la monotonía. Esta madrugada nos reunimos en la carretera principal, aquella que lleva al mar y bajo el sol inclemente empezamos a caminar. Nos han informado que las vías están despejadas para llegar al objetivo principal, a ese pueblo de perros guerrilleros, pero lo dudo, nos tocará dar plomo. No le temo al plomo ya que, a los dos años de haber entrado al grupo, un brujo de los llanos me cruzó. Los guerrilleros, los policías, los militares y toda la gente nos tienen miedo porque no nos entra el plomo. Cuando entré al bloque era un niño, no había matado

MONTES DE MARÍA

1. Dios tardó siete días en crear todo lo existente. Lo hizo por medio de la palabra. Enunciaba cada cosa con su boca sabia y ancestral y como por arte de magia aquellas cosas iban apareciendo en el universo. Así fue como le dio vida a la noche y al día, al agua y la tierra, al hombre y la mujer. Sus palabras eran extrañas porque aún no existían en la forma como ahora las conocemos. El lenguaje de Dios, y en especial aquel que utilizó para crear al mundo, debe ser extraño y vedado para los hombres. Cuando comprobó que ya todo estaba hecho descansó, no sin antes sembrar el árbol de la vida eterna, aquel que deseó y profanó Eva. Dios se enfureció por esto y los expulsó del paraíso, a ella y a Adán. Luego todo fue silencio, zozobra y desolación. Quizás, también, nos concibió mientras dormía, como el anciano nigromante que, en sus noches estrelladas, soñaba fabricando y educando minuciosamente a un pupilo y cuando despertó, sintió horror al comprobar que su sueño se había hecho real e