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MONTES DE MARÍA

1.



Dios tardó siete días en crear todo lo existente. Lo hizo por medio de la palabra. Enunciaba cada cosa con su boca sabia y ancestral y como por arte de magia aquellas cosas iban apareciendo en el universo. Así fue como le dio vida a la noche y al día, al agua y la tierra, al hombre y la mujer. Sus palabras eran extrañas porque aún no existían en la forma como ahora las conocemos. El lenguaje de Dios, y en especial aquel que utilizó para crear al mundo, debe ser extraño y vedado para los hombres. Cuando comprobó que ya todo estaba hecho descansó, no sin antes sembrar el árbol de la vida eterna, aquel que deseó y profanó Eva. Dios se enfureció por esto y los expulsó del paraíso, a ella y a Adán. Luego todo fue silencio, zozobra y desolación.
Quizás, también, nos concibió mientras dormía, como el anciano nigromante que, en sus noches estrelladas, soñaba fabricando y educando minuciosamente a un pupilo y cuando despertó, sintió horror al comprobar que su sueño se había hecho real e intentaba asesinarlo. Tal vez Dios se empecinó bastante en la construcción de unos órganos y un cuerpo perfectos —que al final del trasiego perecen— por lo que descuidó su alma, dejándola tan débil que fue el mismo hombre quien debió reforzarla con maldad.
Así mismo, el mundo que la mujer trashuma con frío —un frío que no se le quita de encima desde hace cuatro años, con sus días y sus noches— el mundo con sus mares, valles y montañas que Dios hizo. Todo construido para quedarse solo, solo consigo mismo, sin la presencia de los hombres y las mujeres que destruyen a su marcha.
Es un camino que se abre paso entre sendas montañas verdosas y veteadas por árboles majestuosos. El paso enlodado parece virgen hasta el día de hoy, como si tiempo atrás nadie hubiese puesto un pie sobre él. Como si un dios antiguo, luego de cortar la maleza, de pasar la yunta sobre la tierra despavorida y de demarcar la vía de los burros y los bueyes, hubiese escapado por alguna enramada, hacia el monte, hacia el bosque vetusto, hacia la soledad de los dioses.
Al igual la soledad se escucha. Habla claramente con el tono de las cigarras que penden de las ramas de los árboles y con el aullido furibundo del viento que baja desde las cimas de las montañas. Una lengua sibilina se desborda por las riberas de los ríos. Es el agua que se encausa hacia el gran océano que todo se lo lleva. Las ramas bajas de los árboles se mecen al paso del viento y una polvareda húmeda se levanta cosiéndose con el follaje verde oscuro de las plantas que cantan una ronda en lengua también extraña para los hombres.
La mujer alcanza un recodo que enseña la proliferación de naturaleza creciendo de forma anárquica. La luna se encubre detrás de una montaña y al alzar la mirada para ubicar al astro taciturno cientos de chulos, aquellas aves endrinas con hedor a muerte, circundan el cielo nebuloso. El camino se opaca hasta convertirse en un tramo fangoso de menos de un metro de distancia. Los pasos deben ser cautelosos a fin de no clavar un pie en una zanja o de tropezar con alguna roca. Estira las manos como lo hacen los ciegos. Tan sólo un soplido de viento trepida por sus dedos hasta alcanzar sus brazos y cuello. Recoge los brazos y atenaza con ellos su pecho.
Sabe bien que antes ha pasado por estos caminos. Algo dentro, parecido a un deja vu, le indica que ha estado atravesando estos parajes inhóspitos desde tiempo atrás. Y la sensación de frío se hace más latente cuando se familiariza y acerca a estos lugares baldíos.
Una luz se percibe a la izquierda del camino. Dos farolas de aceite penden de los maderos verticales del portón de una vieja casa. La luz exangüe y mortecina parpadea, casi despidiéndose, diciendo que se va detrás de la oscuridad. Del mismo modo, aquel brillo velado, deja observar la demarcación pétrea de un camino angosto, conformado por la agrupación de varias piedras silenciosas y oblicuas.
Tiene sed, cree que tiene sed desde que ha nacido. También el frío, hace cuatro años aquel frío de espanto no se le quita. Ha caminado en busca del sol, del calor, de alguna lumbre, pero también al llegar a ellos, el frío persiste, tan sólo un sudor helado le recorre la espalda y le sobrevienen los escalofríos.
Cruza el cerco de alambre de púas con el que intentan dividir el terreno de la casa con el del camino grande y su pie derecho se ancla en un tapete tupido de maleza húmeda y oscura. Pone el otro pie firme y camina hasta alcanzar la pequeña trocha de piedra, iluminada con más claridad por las lámparas que pululan como estrellas moribundas o como ojos de gatos que parpadean en medio de la noche. Como todos los días va en busca de agua, en busca de alguna hoguera que le brinde algo de calor.
La maleza se abre paso entre las piedras empolvadas por la tierra que recorre el camino grande, hasta cubrir en su totalidad algunas de ellas. Al parecer también a esta casa entró la miseria, el abandono y la soledad.
A pesar de la escasa luz de las lámparas, puede observar con mayor claridad las formas de la vieja casa, levantada en medio de la nada y en la falda de una montaña. De los aleros en los que penden las lámparas, se desgajan trozos de maleza que trepidan por ellas hasta alcanzar el techado de zinc que silba cuando pasa el viento. Del mismo modo, los maderos que sostienen la casa y que claveteados unos con otros verticales y horizontalmente, enseñan laceraciones y perforaciones de dos y tres centímetros de diámetro, por los que se cuela el viento. La puerta también de madera, biselada lateralmente para que encuadre con un marco de proporciones irregulares, se sostiene como por unas manos fantasmagóricas desde adentro, ya que, de su piel ajada, se desprenden astillas del tamaño de una rama de árbol. También una sola ventana, con un trozo de vidrio fragmentado y un plástico pegado de forma tosca, el cual ondea como si fuese el heraldo o la bandera de este viejo palacete abandonado. Un árbol robusto de guayabas entorna su sombra sobre el camino y sobre la casa misma, meciéndose con estridencia y dejando caer sobre la tierra negra y la maleza sus frutos maduros que se revientan, difuminando aquel hedor primaveral y vomitivo de lo bello que empieza a descomponerse.
Del marco de la ventana y del marco de la puerta en su corte inferior, se desprende una luz tenue. La mujer se acerca con cautela, también con algo de miedo, porque aparte de la sed y el frío de estos cuatro años el miedo se ha apoderado de ella. Alcanza la ventana y en puntas de pie su mirada logra penetrar dentro del recinto. Ya esperaba hubiese alguien allí, porqué qué otra explicación tendría las dos lámparas fulgurando y chorreando el poco aceite que tienen. Así que ver a la anciana de rostro ajado, cabellos largos y canos, manos huesudas y labios resecos, arrodillada frente a un pequeño altar en el que se iluminan las imágenes de algunos santos y vírgenes con un pequeño pabilo de esperma, no le sorprende. Lo que sí lo hace, son las fotografías que acompañan el resto de imágenes y que, enmarcadas con trozos, ya marchitos de flores silvestres, reproducen los rostros sonrientes de un anciano, una mujer joven y una niña.
Los ojos de la anciana, vidriosos, sobrecargados de imágenes turbias de toda la vida, también son acuosos, como si dentro de ellos habitara un mar infinito de desgracias, que con el oleaje de las noches, rebasara sus límites e impregnara las playas de los párpados con su agua salitrosa y melancólica. Así que no es difícil comprender la tristeza que embarga a la anciana, debido a la muerte de sus tres seres amados; la mujer decide no irrumpir en nostalgias ajenas y retoma su camino.
Ahora sale de los territorios de la casa por el sendero empedrado. Al final de éste hay una puertecilla de metal, descolorida y oxidada. La cruza sin dificultad y vuelve al camino ancho y fangoso. De nuevo la oscuridad se apodera del universo y el sonido de las cigarras se incrementa a medida que la exangüe luz de la casa de la anciana queda atrás. Orza la mirada sobre el firmamento y en vez de las estrellas, están los mismos chulos oteando sin cansancio. Alguien debió haber muerto.
Apura el paso como si de repente sí conociera de memoria el camino y no necesitara de sus ojos para guiarse. Se enfilo por una pendiente y en uno de los tramos, el cual está custodiado por árboles robustos, de ramaje oscuro, el frío se incrementa y un fuerte temblor, acompañado de miedo, la estremece bruscamente. Intenta conservar la calma, mantenerse en pie, abrir los ojos, seguir respirando, seguir respirando, pero no puede. Abre bien los ojos y detalla el lugar, que ahora le parece nítido, como una fotografía de tiempos pasados que trajera hasta la memoria las sensaciones de aquel momento capturado por la lente. No lo puede creer y repite el ejercicio de respirar y al comprobar que no lo logra, comprueba que está muerta. Hace cuatro años está muerta y fue asesinada en este preciso lugar. Es una sensación terrible aquella de volver al lugar en el que te quitaron la vida.
Comprende su soledad porque una mujer puede estar sola toda la vida. Que maten a su esposo, se lleven a sus hijos para la guerra, entierre a sus padres, demás familiares y amigos. El problema no es estar sola en la vida, es quedarse sola en la muerte, porque en este país hasta a las almas las desaparecen.
Recuerda este pueblo. Parecía una de aquellas zonas campestres que Dios construyó para su descanso. Paisajes maravillosos, montañas tupidas, árboles preñados todos los días de todos los años con sus frutos, las mejores hojas de tabaco del continente, la mejor de coca del mundo; cascadas, riachuelos, lagunas y ríos caudalosos; tierras fértiles para la siembra de la yuca, el ñame, la ahuyama, el ajonjolí, el maíz; vientos frescos, lluvias benditas precipitadas sobre el arrullo del canto de las aves y un poco más de cinco mil seiscientos hombres y mujeres, disfrutando del rinconcito olvidado y paradisiaco del mundo.
Fue en marzo de 1997. Aunque los problemas databan de años atrás, cuando aquellos hombres, los primeros uniformados, que eran guerrilleros, tomaron el control no sólo del pueblo sino de la zona. Al inicio sus ideas eran buenas, puesto que hablaban de igualdad, seguridad y fin de la pobreza, aunque era un decir, porque aquel pueblo siempre fue rico, demasiado rico, quizás por eso vinieron y se quedaron aquí. Estos guerrilleros empezaron a hacer estragos por la región, luchaban con la fuerza pública y siempre la población civil quedaba en medio del fuego cruzado. Luego ellos se fueron y llegaron guerrilleros de otro grupo. Éstos últimos no se quedaban aquí por mucho tiempo, venían por algunas temporadas y traían gallinas y reces, pedían el favor de preparar sus alimentos y de enmendar sus uniformes maltrechos, días después volvían a irse, hasta que en algunos meses regresaban por unos pocos días y partían de nuevo.
Por ese entonces habitaban en el pueblo alrededor de cinco mil seiscientas personas y estaba a punto de ser cabecera municipal, faltaban cuatrocientas almas para alcanzar este cometido. Tenían acueducto propio, energía eléctrica y alumbrado público, centro de salud con instalaciones adecuadas, medicinas y personal médico que atendía las veinticuatro horas del día, escuela primaria y de bachillerato, treinta y tres tiendas de abarrotes, depósitos de todo tipo, una droguería, dos compañías tabacaleras en las que trabajaban todas las mujeres de la región y hogares comunitarios de los cuales la mujer era la líder. Había tanta prosperidad y tanto dinero que la gente no alcanzaba a gastarse lo ganado. Luego fueron unos potentados, de esos políticos que usualmente aparecían en televisión, quienes fueron comprando terrenos para usarlos para la cría del ganado. Los guerrilleros que venían de manera esporádica y quienes pedían fuertes cantidades de dinero a los hacendados como un impuesto o tributo de guerra, al de no recibir nada empezaron a secuestrar a los miembros de sus familias y a robar su ganado, la reacción de los potentados para defenderse de dichos atropellos fue la solicitud de apoyo a grupos paramilitares, quienes en primera instancia fueron constituido como grupos legales, pero que en poco tiempo pasarían a ser grupos armados al margen de la ley.
Es cierto que muchos de los jóvenes con los que creció la mujer se fueron al monte, tomaron las armas en nombre de la revolución socialista. Jóvenes que duraban una y hasta tres semanas en las montañas y luego llegaban al pueblo cansados y heridos, camuflándose con el resto de campesinos. Esto no quiere decir que todos los habitantes de este pueblo fueran guerrilleros o les sirvieran, pero así no lo quisieron entender los paramilitares, quienes se ensañaron en su contra, especialmente en aquellos fatídicos días.
En diversas oportunidades habían hablado con los dirigentes de los grupos guerrilleros, para que los dejaran tranquilos, ya que los paramilitares estaban rondando el pueblo y sindicándolos de ser sus copartidarios. Las únicas respuestas que obtenían de ellos eran las siguientes: que no debían dar información y que deberían estar tranquilos porque ellos los defenderían de los paramilitares y de los representantes del gobierno quienes subsidiaban a su enemigo.
Fue en diciembre de 1996 cuando la mujer tuvo los primeros problemas con los paramilitares. Estaba sirviendo el almuerzo a más de ochenta niños de uno de los hogares comunitarios, cuando un grupo de paramilitares irrumpió en las instalaciones del hogar, en una camioneta negra de estacas. Del puesto del copiloto descendió un hombre moreno, de bigotes espesos, musculoso, de mirada penetrante y que usaba un sombrero mexicano. Detrás de él se encaminaron otros cinco o seis, todos fuertemente armados, dos de ellos usando una capucha en su cara, ocultándola en su totalidad. El hombre de sombrero mexicano, reconocido en el sector por ser el líder del bloque que operaba en la zona y por su crueldad a la hora de ajustar cuentas, se detuvo delante de la mujer y con un tono de voz gutural le dijo:
—A estos muchachitos deben criarlos sus propias madres —sacó con parsimonia un cigarrillo de su sobaquera y lo encendió para proseguir—, además a los mayores de doce años nos los deben alistar porque en unos días venimos por ellos.
—¿Cómo así que venimos por ellos? —preguntó asustada, pero con fuerza.
—Nos los llevamos pal monte, a que maten guerrilleros, pa que se vuelvan hombres de verdad —dijo entre tanto, el grupo de hombres del pueblo se fue alejando hasta dejar sola la calle en la que se encontraba el hogar comunitario y de paso a la mujer.
—Pues encima de mi cadáver te llevarás a estos niños —le dijo, mirándolo fijamente.
—Así será doña —le respondió el hombre con absoluta inexpresividad, luego le dio la espalda, arrojó la colilla de cigarrillo al suelo y subió de nuevo al camión seguido de sus hombres.
Eso lo recuerda como si hubiera sido ayer. Quizás eso es lo que pasa cuando se está muerta y es que ya no se sabe cómo medir el tiempo. De pronto el tiempo también deja de existir y cuando se muere ya no se puede envejecer y entonces el futuro y el pasado no existen, por lo que toda la vida se convierte en un único episodio claro y congruente de instantes preliminares a la muerte.
Ahora sabe que este frío de hace cuatro años jamás la abandonará, porque el único calor que podría sentir sería el brindado por el abrazo de su hijo y de su esposo, a quienes también la guerra cobró partida. Se sienta en el mismo lugar en el que cayó su cuerpo, blando como la hoja de un árbol añoso. ¿Dónde estará su cuerpo, en qué lugar reposará la piel en la que se guardan los besos de los seres amados? Se pregunta, sollozando. Observa la carretera por la que tantas veces pasó sin llegar a suponer que sería este pedazo de tierra, el último que sus ojos podrían ver. Por más muerta que esté, la tristeza y el miedo no la abandonan. Saber que tantos años han pasado sin poder disfrutar de la calidez de la humanidad, porque no todos los hombres ni todas las mujeres que pueblan la tierra son como aquellos animales famélicos que buscan la sangre ajena. Pero esta desolación no debió haberla causado el simple y efímero hecho de su muerte, en un país y en una zona en la que se matan todos los días a tantas personas, por la misma razón: un conflicto armado que nadie entiende, que nadie empezó y que el gobierno sostiene.
Luego de aquel primer encuentro con el hombre del sombrero mexicano, el hijo asustado de la mujer, tras conocer los acontecimientos, le propuso escapar para la ciudad, pero la mujer le respondió que no iría a ninguna parte, que era en esta tierra que la vio crecer donde moriría y que deberían enterrarla junto a su padre. Las proposiciones primeras se cumplieron, la tercera no, pues ella supone que su cuerpo fue desaparecido por ahí, en algún monte siendo alimento de las aves rapaces o en alguno de los fastuosos ríos, también con alguna de aquellas aves, destirpándola como a Prometeo. A diferencia, la amenaza dictaminada por aquel hombre hizo emerger una valentía antes inexistente en ella, por lo que esa misma noche reunió a las mujeres del pueblo a fin de narrar los sucesos acaecidos y, por lo tanto, el peligro que corrían sus hijos. Así fue como decidieron que, durante toda esa semana, los niños no irían a los hogares comunitarios y a diferencia cuatro o cinco, de las cuatrocientas mujeres que trabajaban en las tabacaleras, se quedarían en casa con un número proporcional de niños, cuidándoles. Quizás, dicha estratagema solo resultaría peligrosa para ella, para la mujer, pero en aquel momento era lo único que podían hacer, defenderse a ellos mismos y en especial a los niños.
Luego comunicaron a las autoridades, que por obvias razones dijeron nada podían hacer al respecto; posteriormente viajaron a la ciudad para comentar el caso a la gobernación, lugar en el que no fueron atendidas, así que sin más apoyo que el de la misma comunidad, la mujer decidió quedarse encerrada en casa. Por ese entonces su hijo cursaba décimo grado y cumplía los diecisiete años, lo cual la llenaba de terror, ya que siempre pensó que aquellos sujetos podrían arremeter en su contra a fin de hacerle daño. Sin más preámbulos, una noche alistó sus maletas antes que llegase de ayudar a un vecino y líder de la comunidad quien se encargaba de impartir, junto con el sacerdote, la evangelización para los infantes que cumplirían con el sacramento de la primera comunión. Al llegar su hijo y al ver sus maletas empacadas se sorprendió y a pesar de sus negativas, le hizo caer en cuenta sobre el inminente peligro que corría. Arguyó al hecho que jamás la podría dejar sola, pero cuando le dijo que no tenía otra cosa que hacer en la vida sino velar por las libertades de los niños de su pueblo y que ya siendo una vieja nada más podría esperar sino a la muerte, a diferencia de él, quien era un joven con un futuro promisorio en la ciudad en casa de algunos familiares, aceptó. Aquella mañana le dio la bendición, lo besó en la frente prometiéndole reunirse pronto y colgó en su cuello el escapulario con la imagen de la virgen que por siempre la había acompañado.
La semana del episodio con el hombre del sombrero mexicano, se pasó en medio de un océano insondable de panfletos, boletas, volantes, sufragios, que eran introducidos por debajo del marco de la puerta de su casa. Luego los leía, revisaba su letra para saber si su remitente era alguien conocido. Se quedaba en la ventana que daba a la calle, esperando ver por fin a la persona que traía los malos presagios, pero justo cuando iba al baño y volvía a la sala, allí estaba el papelito del miedo, la hoja del terror esperándole con los brazos abiertos, como si aquellos mensajes fueran las indulgencias por pagar enviadas desde el mismísimo infierno.
El imperioso peligro lo sintió —porque se debe reconocer que cuando se está al borde de la muerte poco puede sorprender— cuando un grupo de hombres armados, a cargo del “mexicano”, se ubicó delante de su casa y ante la mirada atónita de los vecinos, escribieron diatribas en su contra y slogans a su favor. Luego uno de ellos gritó: “¡Vas a morir como todos los sapos, vieja hijueputa, con las tripas por fuera!”. La mujer quedó paralizada con el pocillo donde recién había servido el tinto y no supo más qué hacer, sino llamar de inmediato a sus familiares en la ciudad y comunicarles que, a la madrugada siguiente, viajaría a su casa. Embaló las pertenencias más preciadas, especialmente las fotografías, algo de ropa y un par de libros que la acompañaron desde la universidad. Luego de la partida de los paramilitares, algunos vecinos llegaron a su casa para solventar su ánimo, el cual escaseaba, lo mismo que sus nervios. Todos llegaron al acuerdo que lo mejor era salir de allí lo más pronto posible porque del mismo modo, todos sabían que una terrible desgracia caería sobre ellos.
No había ni una sola alma aquella madrugada en la que el viento desenmarañaba las hojas altas de los árboles y traía la polvareda aún con las huellas de los caminantes nocturnos. El susurro del correr de las aguas de los dos ríos que nos circundaban, se despedían, pensaba ella esperanzada no fuera para siempre. El albor del día que significaba el fin de su vida se replegaba en el horizonte como un amasijo nauseabundo. Con una maleta colgada en la espalda y un bolso de mano, atravesó la calle que la vio crecer, lloró sin detenerse y mirando hacia atrás para cerciorarse que nadie la siguiese. Alcanzó la iglesia y la cancha de microfútbol donde celebró con su hijo sus goles y atajadas, dobló por la calle posterior y allí estaba el camión esperándole, aquel que cada día hacía su recorrido hasta el pueblo aledaño al norte, para traer algunas de las viandas importadas y que la dejaría en la carretera donde podría tomar el bus intermunicipal.
Eran cinco los tripulantes del camión aquella mañana. Cuando encendió el motor la mujer sintió un profundo deseo de bajarse y volver a su casa, pero ya era tarde cuando doblaron por el estrecho sendero que conducía a la carretera principal. A su lado iba sentada Marta, la enfermera del pueblo, luego iba José Arrieta, uno de los treinta y tres tenderos, iba también el conductor Lucho y Josefa Castro, una profesora que dictaba sus clases en el pueblo aledaño. Todos guardaron silencio, sólo se escuchaban los sollozos de la mujer irrumpidos por un ataque de fuerza del motor del camión cuando se encontraba con alguna estribación del camino. Marta acariciaba su espalda, intentando decirle que todo estaría mejor a su regreso, pero sabían que nada estaría bien, era un presentimiento comunitario. Ahora que lo piensa mejor y mientras entrevé el camión de hace cuatro años acercarse hasta donde se encuentra sentada, de una u otra forma todos en el pueblo esperaban que pasara lo peor y así fue, o al menos hasta el momento de su despedida.
Atravesaron algunas trochas, franjas agrestes de la carretera. Unos treinta o cuarenta minutos de recorrido y el camión se detuvo en seco. La mujer llevaba la mirada pegada a la ventanilla observando el modo como el viento hacía correr a las hojas de los árboles por las canaletas y entonces lo supo. Alguien en el pueblo había informado de su fuga y allí estaban los paramilitares esperándola o mejor, quien la esperaba era la misma muerte. Todo el miedo y la angustia que sintió en algún momento, volvieron a desaparecer. Entonces un hombre asomó la cabeza por el puesto del copiloto y les dijo que se bajaran. Volvió la mirada sobre sus compañeros de viaje y en todos reconoció, olfateó el miedo. Descendieron lentamente, casi disfrutando de cada paso que daban antes de tocar tierra firme, porque sabían que podían ser los últimos. Observó con detenimiento los rostros de los hombres armados, pero no reconoció a ninguno, además tres de ellos iban encapuchados en esa ocasión. Tampoco estaba el “mexicano”.
Les hicieron bajar las maletas, las cuales eran escrutadas y vaciado sus contenidos sobre la tierra húmeda aún por el rocío, entretanto otros paramilitares los requisaban, tocándolos. Los paras no les decían nada, ellos tampoco dijeron nada, hasta que uno de los encapuchados se acercó a otro para murmurar algo a su oído, para que éste, de expresión adusta, asintiera de una cabezada y mirara a la mujer, detallándola. Jamás olvidará la frivolidad con la que sacó de su guerrera el escapulario con la imagen de la Virgen María que le regaló a su hijo, al igual que sus palabras:
—Guerrillera hijueputa —le dijo entretanto estiró el collar hasta ponerlo delante de sus ojos—, ¿creíste que te nos ibas a volar? —y la mujer se sintió desfallecer al comprobar que aquel hombre había matado a su hijo.
—¿Qué hicieron con mi hijo? —le preguntó y en un ataque de pánico mezclado con ira, se le abalanzó hasta arañarle el rostro. De un empellón el hombre la arrojó hasta el frío metal del camión.
—Que te quede claro —le dijo enseñándole sus dientes sanguinolentos—, lo matamos —y el desgraciado sonrió—, debes estar feliz, porque es preferible tener un hijo muerto que a un hijo guerrillo.
En ese momento, y sin necesidad de abalearla o apuñalearla, la asesinaron. Entró en shock. Su conmoción fue tan fuerte que si acaso entrevió cuando hicieron quitar las camisas a sus compañeros de viaje para verificar que no tuviesen marcas en los hombros producidas por cargar equipos de campaña y despojarse de sus pantalones y medias para verificar que no tuviesen vello en las piernas. En las mujeres no hallaron vello ni marcas en los hombros, en los hombres no hallaron marcas en los hombros, pero sí vellos en las piernas.
Toca la tierra húmeda. Siente las gotas diminutas de rocío aferrarse a las puntas ovoides de las hojas con las que se presenta la maleza. Arranca un trozo de forraje y siente crepitar al mundo. La lleva a su nariz y la huele. Ningún hedor se desprende de lo que ha sido asesinado. Se extasía escuchando el fluir de las aguas por sus canales adriáticos. Es bello imaginar, como lo hacía en su infancia, la cantidad de peces que navegan por aquellas aguas que desembocarán en el mar, hasta desaparecer en la perpetuidad cristalina del universo. Una estrella equinoccial florece en lontananza. Centellea cauta, perfilando únicamente sus puntas, como en aquella mañana, en este mismo lugar cuando el paramilitar, aún con el escapulario de su hijo en las manos, dio la orden de abrir fuego contra sus acompañantes, entretanto le decía:
—Tienes que mirar cómo mueren los hijueputas que no dejan progresar a nuestro país —y escuchar las ráfagas que se convertían en un segundo en manchas rojas, en sangre diseminándose sobre los campos, en la misma muerte.
No sintió nada. Ni siquiera el aturdimiento por el repiquetear de la boca de cañón de los fusiles. Entonces el hombre, encendiendo un cigarrillo y sentándose, en este mismo lugar en el que reposa su espíritu, ordenó la muerte de lo que era su cuerpo.
Uno de los encapuchados la agarró por detrás y puso una cabuya en su cuello, el mismo tomó una punta y otro hombre, también encapuchado, agarró la otra. No hizo ningún esfuerzo, no produjo ningún sonido. Este es el momento que aún no recuerda si lloró. La única imagen que conserva es la mirada famélica del hombre, sentado, observándola apacible y cómo aspiraba su cigarrillo. El encapuchado que se encontraba a su espalda agarró el fusil a dos manos y le atravesó el cuello con la bayoneta. Luego la mujer cayó. Triste. Abatida el alma, hasta estrellarse con este matorral. Sobrevino el sueño y un camino oscuro que lleva atravesando cuatro años.

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Capítulo 3

—¿Cómo es posible que se hayan desaparecido quinientas cabezas de ganado, así como así? —me dice el comandante tono de voz irascible y frunciendo el ceño. —No sé mi Comando, pero esté seguro que recuperaremos el doble para la patrona. —Eso me importa un culo —interviene de forma brusca golpeando la mesa y encendiendo un cigarrillo—, lo que me preocupa es que esos hijueputas estén haciendo y deshaciendo otra vez por aquí —aspira su cigarrillo y sin botar el humo continúa—, yo pensé que ya los habíamos erradicado —suelta una bocanada de humo por la boca y la nariz como un toro embravecido, se pone de pie con las manos en la cintura y da vueltas en círculo a su escritorio—, ¿con qué le voy a salir a la comandancia general?, ¿dígame usted, hermano, con qué le voy a salir? —me increpa ahora preocupado. —Mi Comando, tranquilo que eso lo solucionamos con esta operación —indico bebiendo un trago de wiski— con lo que vamos a hacer no les van a quedar ganas de aparecerse de nuevo por aquí. —

Capítulo 2

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