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Capítulo 2

El comandante nos ha ordenado, a sus ciento cincuenta hombres del bloque, estar a las ocho doble cero, en la finca El Avión. Hace algunos días que no cae una sola gota de lluvia sobre estos terrenos, que ya empiezan a parecer desérticos. También escasea la emoción. Cuando estás en los pueblos de civil es poco lo que puedes hacer, así que debes esperar la orden de los comandantes para que pase algo interesante, algo que te arranque de la monotonía. Esta madrugada nos reunimos en la carretera principal, aquella que lleva al mar y bajo el sol inclemente empezamos a caminar. Nos han informado que las vías están despejadas para llegar al objetivo principal, a ese pueblo de perros guerrilleros, pero lo dudo, nos tocará dar plomo.
No le temo al plomo ya que, a los dos años de haber entrado al grupo, un brujo de los llanos me cruzó. Los guerrilleros, los policías, los militares y toda la gente nos tienen miedo porque no nos entra el plomo. Cuando entré al bloque era un niño, no había matado ni a una mosca. A los dos meses de estar allí ya había asesinado a dos de mis compañeros y comido un pedazo de nalga de uno de ellos. Sí, el comandante me hizo matarlo —como parte de la prueba lo descuarticé—, luego nos hizo atizar un fuego y comer una parte de él. Me correspondió un pedazo de nalga. A los seis meses ya estaba dando plomo a diestra y siniestra, aunque cuando no podíamos hacer mucho escándalo mataba con lo que tuviera a mano. Muchas veces tocó con garrote, con la bayoneta del fusil, con machete o con cuchillo. Después tocaba abrir el estómago de la víctima, perforar sus tripas para que se llenaran de agua y así no flotaran en los ríos del país al momento de arrojarlos para desaparecerlos.
También me dio miedo. Me entró cuando luego de los combates, en las noches mientras acampábamos, a muchos de mis compañeros se les metía el demonio o los espíritus de las personas a las que mataban. Entonces uno les preguntaba qué les pasaba y ellos respondían con otra voz que por favor reunieran sus partes para que pudieran descansar en paz. A la mañana siguiente mis compañeros amanecían con hematomas por todo el cuerpo. Decían no recordar nada de la noche anterior. Por eso decidí cruzarme, por el miedo y para que no me entrara el plomo. Una vez a un comandante, que se estaba excediendo con el uso de su poder, tocó darle más de doscientos balazos de fusil para que se muriera porque era cruzado. Y lo digo porque yo mismito lo presencié y hasta disparé. Así que una noche el comandante de aquella época preguntó quién se quería cruzar y yo acepté. Caminamos por la manigua hasta llegar a un caserío oscuro y recóndito. Dimos con una casa levantada con puros palos de árbol de cera. Nos abrió un viejito tuerto. Mi comandante le llevó dos gallinas, el anciano nos sonrío, enseñándonos un hueco desdentado que era su boca, y nos hizo seguir al interior de la casa, que estaba iluminado con velas de varios colores y adornado con collares de dientes pequeños —como de niños— y con cruces. Nos hizo sentar, sacó un tabaco, lo empezó a fumar entretanto hablaba en otras lenguas mientras distorsionaba sus ojos. Nos echó encima, en toda la cara, el humo blanquecino y espeso del tabaco. Después sacó unas ramas, nos hizo quitar las camisas y los pantalones y nos golpeó con ellas en el torso, en la espalda, en el vientre y en las piernas. Nos dijo que rezáramos una oración con él, para que le entregáramos nuestra alma al diablo, a Satanás y así no nos entrara el plomo, el miedo o los malos espíritus. La reprodujimos tal como el anciano lo dijo. Sacó debajo de una mesa un gato negro encerrado en una jaula de metal cobrizo, el gato estaba ciego ya que, en sus ojos absolutamente cerrados, tenía heridas en forma de cruz. El gato maulló mientras el anciano hizo un corte con un cuchillo en una de sus patas delanteras, luego nos dio a beber de aquella sangre asegurándonos que ya estábamos cruzados y que no nos entraría el plomo. Por último, maceró unas hojas en una vasija de barro y nos pintó las uñas de negro, para que el “Negro” —como el anciano llamó a Satanás— nos reconociera en la guerra y así nos pudiera defender del plomo.
Nos dicen los cruzados y en combate siempre vamos adelante. Después vienen los normales, a quienes no les gusta eso de los ritos con el demonio y más atrás vienen los encapuchados. A esos últimos los cuidan porque son los que tienen toda la información necesaria para acabar con los que vengan. Tengo diecinueve años y soy un veterano de guerra ya que ingresé al bloque a los doce. Por eso mis privilegios, aunque aún haya muchos por encima de mi rango.
En la finca nos recibe el comandante. Doy parte a mi comandante y éste a su vez al comandante general. Llegan otros dos grupos del bloque. El comandante general nos cuenta cómo va aquello de la operación. Es sencilla: ir al pueblo, recuperar el ganado que le robaron a la patrona y luego acabar con esos hijueputas guerrilleros. Podemos hacer lo que queramos, tenemos vía libre para hacerlo. Saludo a compañeros que hace mucho tiempo no he visto. Somos cuatrocientos cincuenta uniformados y a todos nos brindan un desayuno de arroz con huevo, aborrajados y agua de panela con limón. A las doce en punto del medio día saldremos en tres escuadrones, cada uno por una carretera de acceso al pueblo, para que no entre nadie mientras acabamos hasta con el nido de la perra.
Me recuesto en el tronco de un naranjo. Si me pusiera tan sólo un poco de pie, alcanzaría a coger las naranjas redondas y maduras que penden de las ramas bajas, pero este sol endemoniado, luego de un poco de comida no me deja mover. Bajo un tanto mi sombrero de fieltro, lo hago reposar sobre la punta de mi nariz. Escucho el borbotear del agua que se repliega en el río cercano. Recuerdo a la mujer que hace doce horas dejé en el pueblo con la promesa de volver. Si regreso o no, no es problema suyo. No temo a la muerte, por lo tanto, no siento ningún tipo de tristeza por ella. Ese es el problema de amar: cuando empiezas a amar también empiezas a temer a la muerte. Respiro profundamente y alcanzo a sentir el aroma de la madera recién aserrada. Un olor viejo y húmedo es aquel. Aún tengo una hora de descanso, espero poder dormir, porque vienen tres días de camino sin respiro.
Me despierta el taconeo de las botas militares sobre el pasto. Abro los ojos y la sombra del árbol ha desaparecido. Me pongo de pie y camino hasta donde se encuentra mi grupo al cual formo. De nuevo doy parte, entonamos una o dos canciones de esas que preparan al hombre para la guerra o para morir y salimos. A mi grupo le encargan la carnicería. Todos somos cruzados y nos encargan matar a cualquier extraño, forajido o campesino sospechoso que encontremos por ahí.
Remontamos la carretera, adusta y vieja. Las maletas pesan más cuando el sol inclemente se recuesta sobre ellas y las piedras del camino parecen crepitar del fondo de los infiernos quemando las plantas de los pies. Uno nunca se acostumbra del todo a sufrir. A matar sí, a herir sí, a generar tormento en los otros sí, pero nunca a comer o a dormir mal. A penas uno tiene la oportunidad duerme tres días y come toneladas. Miro al cielo y su azul es tan absoluto que me ciega. Atravesamos la primera trocha angosta, a su costado derecho una canaleta de agua desciende. Nos detenemos para beber de allí, empapamos nuestros rostros y cuellos para proseguir. Los únicos que no pueden mojar sus caras son los encapuchados. Tienen la orden estricta de no quitar nunca esos trapos de la cabeza. Lo hacen por seguridad ya que algunos son militares activos, otros desertores de la guerrilla y hasta campesinos que han tenido problemas con gentes de su pueblo y quieren tomar venganza clandestinamente.
Cuatro de la tarde y el sol parece inamovible. Nosotros somos quienes no nos detenemos. A un costado de la carretera se levantan algunas cabañas de junco que parecen deshabitadas. Doy orden a algunos de mis subalternos de revisarlas. No hay nadie. Tampoco hay nada dentro. Tenemos la libertad de tomar las pertenencias que encontremos, quizás la comida, las bebidas o algún electrodoméstico que no ocupe tanto espacio en nuestro equipo de campaña. Se escucha el motor de un carro avanzar hacia nosotros. Doy orden a mi grupo de arrojarse al borde de la carretera, siempre apuntando. Solo quedamos cinco de pie. Es una camioneta de color blanco. La detenemos y hay cuatro ocupantes: dos mujeres y dos hombres. Los hago descender. Pregunto al piloto quiénes son y para dónde van. El piloto responde que se dirigen a un pueblo cercano a realizar algunas compras. Revisamos si tienen marcas en las manos por cargar el fusil, en los hombros por las maletas de campaña y en las piernas por ausencia de vello. Al parecer todos están limpios, pero uno de los encapuchados se acerca y murmura algo a mi oído:
—Ese perro hijueputa es informante de la guerrilla —mientras señala al piloto.
—¿Eres guerrillero? —pregunto de forma directa al hombre, acercándome un poco para respirar su miedo. De él me alimento.
—No, para nada compadre —responde el hombre nervioso e intentando echarse para atrás.
—No soy ningún compadre tuyo —digo sarcástico—, no soy compadre de los difuntos —mis compañeros de ríen, entretanto los civiles tiemblan de miedo, aquel que me excita— dime la verdad, ¿eres guerrillero?, si lo eres te puedo salvar la vida.
—No, no soy guerrillero —exclama el hombre quien debe estar orinándose en los pantalones— te lo juro por Diosito.
—A mí no me nombres a ese hijueputa —le doy un empellón y agarro a su copiloto. Una mujer joven y bella. Extraigo mi cuchillo de caza y se lo pongo a ella en la cara—, ¿no vas a confesar malparido? —la mujer en frente llora y sus acompañantes emprenden carrera hacia la manigua, mis hombres pretenden ir tras ellos o dispararles, doy orden se queden quietos. Siento su miedo y me encanta. Ya morirán en el monte—, entonces ¿quieres que le deje un recuerdo a tu perra?
—Pero si no soy guerrillero, ¡Por Dios! —exclama entrecortado ya que está llorando.
—¡No llores maricón! —le grita uno de mis compañeros quien le golpea en medio de las piernas con la culata de su fusil. El hombre cae doblegado al suelo.
—Como tu hombrecito no quiso confesar, aquí yo si te confieso mi amor por los de tu clase. Y deja de andar con guerrillos —clavo una y otra vez el cuchillo en su abdomen y pecho. No sé cuántas puñaladas propino. Ella chilla, pero no opone resistencia. Me detengo cuando el brazo se cansa. La sangre salpica mi rostro. Sólo la veo desvanecer al lado del hombre al que le clavan la bayoneta de fusil en la nuca.
Envío a dos hombres a ocultar la camioneta y los cuerpos tras algunos arbustos. Entretanto el resto del bloque proseguimos nuestro camino. Nos detenemos por momentos a revisar las casas, que aparecen esporádicamente a la rivera o a beber agua de los riachuelos que descienden a nuestro paso. Caminamos. Me comunico por el radioteléfono con los comandantes quienes preguntan las novedades. En las otras dos vías de acceso no ha pasado nada. El sol empieza a inclinarse y en lontananza una línea magenta se mezcla con un púrpura pálido. Me encanta la naturaleza. Las personas que me conocen en algún momento de sus vidas piensan que por mi profesión no tengo sentimientos, pero están equivocados, sólo que cuando empiezas a odiar a la humanidad, la misma naturaleza y el resto de seres de la tierra se vuelven más hermosos y valiosos para ti.
El ruido de un motor me extrae del estado contemplativo. Es otra camioneta aproximándose velozmente. Doy la misma orden anterior a mi grupo, pero cuando nos estamos dispersando nos disparan, la camioneta frena en seco e intenta dar reversa, nosotros respondemos al fuego alcanzando una de las llantas. Sus ocupantes, dos hombres, descienden y disparan de nuevo intentando huir por el monte, sin embargo, con la oleada de disparos de mi bando, caen tendidos sobre la carretera hirviente. Revisamos los cuerpos muertos y solo tienen un par de armas de corto alcance, en la camioneta hay munición para toda una tropa. Incautamos la munición, la camioneta la dejamos dentro de un matorral con los cuerpos.
Todos, detrás de los arbustos, escuchamos otro motor acercarse. En un pueblo y en unas carreteras baldías como estas, es difícil confundir los sonidos que se reproducen alrededor. Además, siempre debemos andar alerta. Por eso sabemos que es un camión grande, el cual puede traer armamento como pipas de gas, todo un contingente de guerrilleros o militares de la fuerza pública. Con total certeza los que acabamos de matar estaban asegurando el camino.
Salimos a la carretera y observamos a dos hombres descender del camión y emprender huida hacia el monte. Algunos de mis hombres van tras ellos y disparan. Nos acercamos al camión y efectivamente hay veinte pipas de gas. Los hijos de puta iban a acabar con algún pueblo o nos querían dar chicharrón a nosotros. Encargo del asunto a dos de mis hombres. No podemos hacer esperar a los patrones con sus encargos. Retomamos la vía. La línea magenta y purpúrea que se dibujaba en el firmamento se va difuminando aún más. El calor disminuye y la tierra se emblandece. Al costado derecho hay una casa, camino hacia ella acompañado por tres de mis hombres. Escuchamos voces salir de adentro. Uno de mis hombres de confianza, a quien le llamamos “Piraña”, derriba la puerta de una patada. Dos hombres están sentados en bancas de madera y nos miran sorprendidos. Doy media vuelta y espero unos cuantos metros alejado del portal. Uno de mis encapuchados agarra a uno de los hombres por el cuello de su camisa y lo saca, lo pone frente de mí.
—Este malparido es informante —me dice el encapuchado entretanto le da un cachazo al campesino de unos cincuenta años, a un costado de su torso.
—¿Eres informante? —lo interrogo poniéndome en cuclillas para mirarlo a la cara.
—Sí, patroncito —responde quedo por el golpe—, pero si no lo hago esos otros también me matan.
—¿Estás dispuesto a decirnos todo lo que sabes de esos hijueputas a cambio de tu vida o prefieres morir de una vez?
—No patrón, ¿quién responde después por mi familia? —indica sin miedo en sus palabras, tratando de incorporarse—, yo les ayudo en lo que más pueda, al final de cuentas esos otros no van a hacer nada por mí.
Piraña saca al otro hombre de su casa en medio de insultos y empellones.
—No quiere colaborar —me dice enfurecido.
—Ya sabes lo que tienes que hacer —respondo.
Lo golpea en el estómago por lo que el hombre se doblega. No dice nada. Piraña lo agarra del cabello desde atrás con la mano izquierda, con la derecha hace un corte horizontal sobre su cuello. La sangre borbotea y el hombre se empieza a ahogar hasta que languidece.
Retomamos la carretera acompañados ahora del campesino quien dijo colaboraría. El sol declina sobre nuestros ojos abotagados. Bebemos un poco de agua y comemos algunas viandas. Tenemos el tiempo justo para llegar al pueblo a la hora acordada. En la línea que divide al cielo con el mar, divisamos otro automóvil. Repetimos las acciones anteriores y asesinamos al piloto de dicho carro quien dice no saber nada de nada ni de nadie. Así son todos estos sapos y mentirosos.
Por el radioteléfono nos informan sobre presencia guerrillera en la zona. Advierto a mis hombres. Caminamos ahora con un poco más de prevención. Sin embargo, no pasa nada, sólo el viento que trae consigo el polvo trashumante de la serranía y el olor vetusto del oleaje marino.
Cuando era niño, o sea, antes de ir a la guerra, mi abuelo me leía cuentos de Gabriel García Márquez y poemas de Luis Carlos López. Me encantaba cuando hacía ello. Todas las tardes, luego de arriar el ganado y de dejarlo en la cuadrilla, bebíamos onces y el viejo se ponía a leerme. Era un gran lector mi abuelo y por el amor que sentía por él, llegué a pensar en ser escritor. Hasta el día en que lo mató la guerrilla por no pagar la vacuna. Por eso decidí abandonar el sueño de ser escritor e irme al monte a buscar la venganza.
A veces pienso que la guerra sólo está hecha para los hombres que todo lo hemos perdido, porque a aquellas personas que algo o todo lo tienen, se les hace insoportable la idea de la muerte. ¿Y entonces —me preguntan—, para qué te cruzaste?, para protegerme de los malos espíritus —respondo—, porque cuando le pierdes el miedo a los vivos, empiezas a temerle a los muertos.
Alcanzamos una falda. Una pendiente elevada en la que a sus costados cabecea el ramaje oscuro de los árboles. Estos son los lugares preferidos por los guerrilleros para atacar, por lo tanto, hago un par de señas a mis hombres para que estén atentos ante cualquier movimiento o sonido extraño. Nos deslizamos colina abajo, desde donde se alcanza a observar un caserío de chozas destruidas. El sol languidece y el hambre enciende una suerte de ira en mis tripas. Revisamos las chozas y no hay nadie. Uno de mis hombres me pregunta si puede encender un baretico para el camino, acepto y no encienden sólo uno, sino varios. Fumo. Aspiro el cigarrillo de marihuana que expulsa un hilillo blanco delante de mis ojos. Cuando pocas almas has ofrecido a los espíritus y a Satanás para que te cuide, no hay otra cosa por hacer, sino fumar bareta. Por eso hay que matar todo lo que puedas para no tener cuentas pendientes con el más allá o cargar siempre un buen moño de bareta.
A pesar que el sol se ha ido, el bochorno y un viento pesado y caliente, circundan el lugar, como si fuese la predestinación de lo que ocurrirá. Una moto se acerca por la vía principal. Envió a dos de mis hombres para que la detengan. Entretanto me recuesto en un árbol y desde allí los observo, ahora con un cigarrillo de tabaco en mis labios, siempre ocultando su lumbre con mis manos porque, así como no sabes cuando un cigarrillo te salvará la vida, tampoco sabes cuándo te la quitará. Mis hombres alegan y manotean con el hombre de la moto. Lo ponen de rodillas y lo degüellan. Su sangre cae y empieza a diseminarse sobre el arenal de la carretera hasta formar costras de color violáceo.
A unos diez metros divisamos una casa. Nos encaminamos a ella. Hay una vaca y un burro pastando. ¿A estas horas y dejan pastando a los animales? Derribamos la puerta y un anciano adentro utilizando un sombrero de paja derruido, está sentado frente a una estufa de piedra, avivando un fuego. Sonríe enseñándonos su boca desdentada.
—Así que así era —dice el hombre luego de mirarnos y volviendo al fuego sin dejar de sonreír.
—¿Qué es lo que dices? —increpa uno de mis hombres.
—Así que hoy es el día —murmura sin voltear a mirar a nadie mientras mueve los leños encendidos.
—¿Día de qué? —grita mi hombre de nuevo—, no te hagas el gracioso.
—El último —musita el anciano— ya me lo había dicho la vieja Zara, no le hagas el quite, ya vendrán por ti, y yo que no le creía —dice el viejo que luego suelta una carcajada.
—Comandante —exclama mi hombre dirigiéndose a mí— este viejo está loco o tiene el diablo adentro, mejor matarlo de una vez.
—¿De qué hablas viejo? —le pregunto con un tono de voz más mesurado.
—El último día —sonríe, destirpa a un lagarto, extrae sus tripas que echa a un lado de la estufa y arroja al lagarto que se retuerce en una olla de agua hirviendo—. Me lo había dicho y yo no quise creerle —prosigue como en un monólogo.
—Si no me respondes debo ordenar a mis hombres que te maten —le digo y él vuelve a soltar una carcajada.
—Viejo, vejo, viejo, ya viviste lo suficiente, ya cantaste demasiadas canciones, bebiste y enamoraste lo suficiente, ya es hora, viejo —dice con otro tono de voz mientras revuelve el contenido de la olla con una cuchara de palo. Uno de mis hombres se acerca por su espalda y de una patada lo arroja a un lado de la estufa. La sonrisa del anciano se convierte ahora en una mueca extravagante de dolor que se acentúa con los huecos que tiene entre sus pocos dientes.
—¿Qué te pasa, maricón? —grito encuellando a mi hombre.
—Jefe, pero nos está mamando gallo —dice mi hombre entre asustado y sorprendido.
—¿Quién te dijo que hicieras eso?
—Nadie jefe, pero ese viejo tiene el diablo adentro.
—Los que tenemos el diablo adentro somos nosotros —le grito—, que nunca se te olvide eso, guevón.
El anciano observa toda la escena abstraído y de nuevo con la sonrisa en su rostro. Siento la sangre correr con velocidad frenética por mi cuerpo hasta empozarse en mi cabeza
—¿De qué te ríes, viejo hijueputa? —le grito ya alterado y sin obtener más respuesta que su sonrisa demoníaca.
—Sácamelo —ordeno a mi hombre.
Lo trae arrastrando entre sus infernales carcajadas. La piel se me eriza. Lo levanto y clavo el cuchillo primero en su cuello, seguido en su pecho y abdomen. Cuando cae, entierro el cuchillo en su cara y cabeza, sin embargo, es su cráneo el que no deja que el cuchillo penetre
—Pica a este hijueputa —ordeno a mi hombre.
—Como ordene jefe —responde sacando de inmediato su machete y cuchillo de caza.
Salimos de los predios del anciano con la res atada al cinto de Piraña. El sol se ha ocultado absolutamente y a su vez una luna tres cuartos aparece a nuestras espaldas, dibujando unas tenues sombras de los hombres que atraviesan la tierra. Esperamos a los dos hombres de los que sólo se observa sus siluetas inclinándose apretando sus cuchillos. Los demás hablan entretanto yo escucho el canto de las cigarras furtivas y el soplido silencioso del viento. Aparecen nuestros hombres limpiando sus rostros, brazos y manos de las salpicaduras de sangre. Encienden dos linternas para iluminar el camino y escuchamos el rebuznar de un burro que se acerca. El hombre que viene en sus lomos se asusta al vernos, aferrándose a la diminuta cresta del borrico para no caer. Uno de los encapuchados lo identifica como guerrillero.
—¿Eres guerrillero? —lo increpó recién ha desmontado y mis hombres requisado.
—Ya no, lo fui —tararea.
—¿Conoces la zona?
—Sí, la conozco bien —responde.
—¿Por qué desertaste?
—Problemas de dinero —musita—, nunca nos pagaban.
—¿Nos ayudas o te mueres?
—Ayudo —responde sin pensarlo.
—Pero deja ese puto burro por allá —y señalo una enramada que se extiende por varios metros a la orilla del camino.
Mis hombres atan sus manos con la misma cabuya que viene atada la res. Los dos al cinto de Piraña. Caminamos ahora en busca de un lugar donde pasar la noche. Son las diez y la oscuridad se hace más profunda, vida, latente. Es la hora en que empiezan a salir las ánimas a pedirnos cuentas.
Hallamos una casa rodeada de árboles pero que tiene un descampado alrededor en el que podremos pasar la noche. Con cinco de mis hombres irrumpimos en la casa y encontramos adentro a dos mujeres, una joven y otra ya entrada en años, y a un hombre ya mayor. Las mujeres nos miran y en sus ojos reconozco el terror. El hombre en cambio nos mira con odio y sin moverse de su taburete de madera nos dice:
—¿Qué buscan por aquí? —aspira su tabaco dejando escapar una humareda violácea de sus labios.
—Quienes hacemos las preguntas somos nosotros —enuncia uno de mis hombres, el mismo que agredió al anciano—. Ustedes deben ser guerrilleros —afirma acercándose al hombre.
—Y si así fuera ¿qué? —dice el hombre inmutable. Mi hombre se pone a su lado y ante la expresión de terror de las dos mujeres saca de su cinto el revólver que pone en la sien del hombre que no cambia de actitud.
—¿Estás muy alzadito, hijueputa? —le grita mi hombre quien le apunta a la sien.
—¿Ves guerrilleros aquí? —pregunta el hombre, entretanto empujan la boca del cañón ahora sobre su nuca— aquí no hay guerrilleros, ni militares, ni paracos, sólo hay campesinos —y estira sus manos callosas y ennegrecidas por la manipulación del azadón y de la tierra.
—¿Estás muy arrecho hijueputa, quieres que te pegue un pepazo? —grita de nuevo mi hombre, mientras le golpea con la cacha del revólver en la cabeza, por lo que el hombre se desgonza y un hilillo de sangre comienza a descender por su oreja izquierda.
—Para nadie es un secreto que en este pueblo todos son guerrilleros y si no lo son entonces les ayudan —intervengo ahora sosegado.
—Pero si no les ayudamos ellos también nos matan —dice ahora la mujer con la voz entrecortada por el llanto.
—¡Cállate María! —exclama el hombre quien ahora tiene la cabeza aprisionada por el arma contra la superficie de la mesa.
—¿Entonces si les ayudan? —le pregunto a la mujer que hace caso a su hombre y no responde—, ¿y tú tienes algo que decir? —pregunto ahora a la mujer joven que les acompaña.
—¡Tú no digas nada Laura! —vuelve a interferir el hombre a quien ya se le empiezan a armar costras de sangre sobre su rostro.
—¡Que te calles, guerrillero hijueputa! —le dice mi hombre que hace presión en su cabeza con el revólver.
—¿No van a hablar entonces? —pregunto dándoles la espalda—, sácalos y llévaselos a Piraña
A veces me canso de todo esto. Me canso cuando no me dejan disfrutar de lo bello que es el mundo. Porque en ocasiones me estoy bañando en un río y entonces me abstraigo sintiendo el agua fluir a mi alrededor y me llaman porque debemos partir de nuevo o ahora en que las aves nocturnas cantan sus canciones y esas viejas no dejan de gritar. Pero era imperante llevarlas con Piraña. Algo deben saber y Piraña es el mejor sacando información. Le llaman así porque le gusta la carne humana. Dicen que todo empezó porque su padrastro le daba muy mala vida a su mamá, a sus hermanos y a él, hasta que un día no soportó más y se lanzó como una fiera sobre su rostro y de un zarpazo le arrancó todo el cachete. Desde entonces a todas sus víctimas primero las ata y luego se las come a pedazos, especialmente sus caras, por último, los mata.
No soporto más los gritos y ordeno que los degüellen y que enciendan un fuego para comer algo de la res. Los desolladores matan y descuartizan a la res. Creo hacen lo mismo con la familia. Los renegridos costillares expulsan un aroma delicioso, lo que incrementa mi apetito. Nos sentamos y comemos con algunos plátanos y algunas yucas que encuentran en la casa. Apagamos el fuego y organizo los turnos de vigilancia nocturna. Nos cubrimos con ramadas y nos acostamos en el descampado. Observo a las estrellas pulular en el firmamento. Se mueven y resplandecen como si quisieran alejarse del lugar donde son esclavas. No pueden, sólo son intentos baldíos. Cabecean como los árboles, se mueven como los árboles, pero al igual que ellos no pueden desplazarse. Al fondo escucho el crepitar del agua cayendo sobre sí misma. En la cima de la montaña observo la silueta formidable de los caballos que pacen silenciosos e inmutables y el viento que susurra a mi oído que mañana será un nuevo día.

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Capítulo 3

—¿Cómo es posible que se hayan desaparecido quinientas cabezas de ganado, así como así? —me dice el comandante tono de voz irascible y frunciendo el ceño. —No sé mi Comando, pero esté seguro que recuperaremos el doble para la patrona. —Eso me importa un culo —interviene de forma brusca golpeando la mesa y encendiendo un cigarrillo—, lo que me preocupa es que esos hijueputas estén haciendo y deshaciendo otra vez por aquí —aspira su cigarrillo y sin botar el humo continúa—, yo pensé que ya los habíamos erradicado —suelta una bocanada de humo por la boca y la nariz como un toro embravecido, se pone de pie con las manos en la cintura y da vueltas en círculo a su escritorio—, ¿con qué le voy a salir a la comandancia general?, ¿dígame usted, hermano, con qué le voy a salir? —me increpa ahora preocupado. —Mi Comando, tranquilo que eso lo solucionamos con esta operación —indico bebiendo un trago de wiski— con lo que vamos a hacer no les van a quedar ganas de aparecerse de nuevo por aquí. —

MONTES DE MARÍA

1. Dios tardó siete días en crear todo lo existente. Lo hizo por medio de la palabra. Enunciaba cada cosa con su boca sabia y ancestral y como por arte de magia aquellas cosas iban apareciendo en el universo. Así fue como le dio vida a la noche y al día, al agua y la tierra, al hombre y la mujer. Sus palabras eran extrañas porque aún no existían en la forma como ahora las conocemos. El lenguaje de Dios, y en especial aquel que utilizó para crear al mundo, debe ser extraño y vedado para los hombres. Cuando comprobó que ya todo estaba hecho descansó, no sin antes sembrar el árbol de la vida eterna, aquel que deseó y profanó Eva. Dios se enfureció por esto y los expulsó del paraíso, a ella y a Adán. Luego todo fue silencio, zozobra y desolación. Quizás, también, nos concibió mientras dormía, como el anciano nigromante que, en sus noches estrelladas, soñaba fabricando y educando minuciosamente a un pupilo y cuando despertó, sintió horror al comprobar que su sueño se había hecho real e